El Filarmónico de la Catedral

Por: Rafael Heliodoro Valle

No he vuelto a ver el filarmónico de aquella catedral. Aquellas misas, aquellas campanas, rosas en los altares, la custodia que irradiaba gemas, el coro con graves sillones que trabajaron los carpinteros de la colonia y fueron preferidos por el músico del violín viejo que usaba levita fuera de moda, y en el cabello y el perfil tenía cierta majestad de virrey. Aquel violín había venido de Münich, y el artista católico ya frisaba en los setenta, como que contestó los kiries de un franciscano que fue poeta bucólico, había sido amigo de tres prelados de la Diócesis y en su persona residía algo de sagrado; como que su violín y las campanas tenían simpatía melodiosa y unánime. Cuando se citaban las cosas más hermosas del templo, las gentes decían la custodia, la campana mayor y el violín de don Miguel. Era así la imagen de su pasado familiar, el trasunto de una época que se iba destiñendo en la mente del pueblo, un ejemplar de aquella generación de buenas costumbres y de leyendas amorosas. El Maestro de Capilla era un sabio en su arte, un esteta en el Rito Romano, que sólo desconocía la guitarra por demasiado humana y la lira, por demasiado divina. De los descoloridos teclados de los clavines, sus dedos largos habían arrancado míseres gemebundos.

Tal palestrina de provincia, era un devoto de la música religiosa y de ahí su angélico horror a las mandolinas que adulaban de noche a las novias. Su amor perfecto era para aquel violín, porque le parecía hecho de la madera ilustre en que hicieron el arpa de los Salmos, y porque era el instrumento de los serafines de melenas de oro y manos milagrosas.

Sentía en su frente el roce de las alas al aspirar los inciensos lánguidos y ver en el fondo del sagrario a la custodia, entre el sol de la mañana. La inspiración descendía del cielo, como la paloma del Trisagio.

Mientras el párroco misaba, del violín subían espirales de sollozos. Y me acuerdo que cierta vez, cuando la nave del templo era una primavera de palmas benditas y en los cristales de las vidrieras el día desparramaba victoria, don Miguel, acordando al violín las cuerdas de su garganta se volvió casi loco, diciendo raras letanías, mientras el padre oficiante, con el Santísimo en las manos, esperaba con impaciencia que el Maestro de Capilla apagara su voz. Y don Miguel, sin interrumpir su éxtasis contestó al sacristán cuando hubo terminado: «Dígale al Padre que estaba improvisando». Y la nave se henchía de música, una música que era un torrente de pasión desembocando en el río de la Biblia. Y sobre la cabeza de los feligreses temblaban en humos de oro las aureolas.

Aquel violín se fue enfermando poco a poco, don Miguel estaba impregnado de tristeza desde que murió Felipito, su hijo de crianza, aquel otro músico que componía valses suaves y dirigía una orquesta que daba serenatas en las noches de luna. Murió don Miguel Ugarte, el buen señor de la peinada cabellera y la mirada bonachona para quien anticipara el arcipreste de hita en verso famoso.

Tomado de La Tribuna, del lunes 12 de noviembre del 2007.