Las posesas del Convento de Loudun

Por: Tomás Doreste

En 1631, las religiosas ursulinas del convento de Loudun, pertenecientes todas ellas a las familias más aristocráticas de Francia, estaban sumamente acongojadas. Acababa de morir el abate Moussaut, prior del convento, y necesitaban un nuevo confesor, de ser posible más joven que el anciano que tantos sacrificios les había exigido a la hora de comulgar.

¿Anduvo de por medio la mano del diablo?

Desde hacía tiempo pensaban en quién sería su sucesor. El padre Grandier, tan apuesto como buen orador, cuyos encendidos sermones volvían locas a las mujeres de la localidad, sería la persona indicada. Ofrecieron el puesto que había quedado vacante al joven sacerdote, pero ante la sorpresa de las monjas, el abate se rehusó, muy cortésmente. Y entonces comenzaron los problemas.

No tardaron en declarar las monjas, con su superiora madre de los Ángeles al frente, que el espíritu del difunto confesor rondaba de noche y que se acercaba a las camas, aterrorizando a las inocentes religiosas. Las locas carreras y los gritos eran cosa de todas las noches. Se vio en ello la mano de Satanás. Se notificó lo sucedido a las autoridades eclesiásticas y, en consecuencia, tres sacerdotes entendidos en exorcismos fueron a visitar el lugar.

La superiora del convento, quien a los veintisiete años era la más «anciana» de las monjas, confesó entonces que estaba poseída por el propio Astarot. Al pronunciar el exorcista las primeras palabras para ahuyentar al demonio de su cuerpo, la religiosa lanzó espantosos aullidos y se revolcó por el suelo, presa de atroces convulsiones.

Cuando se calmó, acusó al padre Grandier de haberla embrujado. El diablo se había apoderado de ella desde el día en que el sacerdote le ofreció unas rosas y se acostumbró a visitarla cada noche, introduciéndose en el convento a través de los muros. Las otras monjas se declararon igualmente poseídas por los demonios, bajo cuyo influjo caían en un estado cataléptico, caminaban como autómatas o se tiraban al suelo lanzando injurias a Dios, blasfemando o cometiendo actos abominables unidos a insultos a María y al fruto de su vientre. De todos sus actos hacían responsable más tarde al abate Grandier.

Se denunció públicamente al supuesto embrujador, hubo reprimendas del señor obispo, amenazas de castigos, pero nada sucedió, en definitiva. Sólo se logró que el padre Grandier viera crecer su fama. Nada malo le pasó hasta el día que, en lugar de tropezar con la Iglesia, como decía Sancho Panza, se enemistó con el mandamás de Francia: el tenebroso cardenal Richelieu.

Un tonto panfleto fue su perdición

Por aquellos días, su eminencia había enviado a Loudun a su consejero Laubardemont conla misión de derribar las fortificaciones de la ciudad. Como la mayor parte de los habitantes de Loudun se oponía a lo que consideraban una absurda maniobra política, el padre Grandier cometió el error de ponerse de su lado, en contra de Richelieu. Y llegó al extremo de publicar un panfleto hiriente, que fue muy aplaudido por todos. Menos por el cardenal, naturalmente.

En 1635, todos en Francia hablaban de las posesiones de Loudun, que parecían muy divertidas. Llegaban curiosos de todas partes a presenciar el espectáculo. Uno de ellos fue Gastón de Orleáns, hermano del rey. Los padres Surin, Tranquilo y Lactancio, exorcistas encargados de solucionar el asunto, le mostraron el espectáculo de las posesas. El primero de los exorcistas perdió el conocimiento mientras realizaba un exorcismo, y cuando recobró el sentido declaró que estaba poseído por el demonio Isaacarum. Su gesto fue imitado por las religiosas. Una de ellas, sor Belciel, adoptó entonces posturas impropias de una monja. Sor Inés comenzó a aullar en nombre de Asmodeo y Behemot y se negó a besar el ciborio. Retorció su cuerpo, dio varias vueltas agarrándose los pies y profirió las más espantosas blasfemias. Una tercera monja, madame de Sazilly, sobrina nada menos que del cardenal Richelieu, gritaba que el diablo Sabulón corría por la iglesia y sacaba su lengua negruzca. Y todas coincidían en acusar al cura Grandier de lo que sucedía. Decían que el abate había pactado con Satanás y que acudía la noche de los sábados a comer carne de los niños muertos sin bautizar.

El consejero Laubardemont regresó a informar a su jefe. Pocos dís más tarde estaba de vuelta en Loudun, con amplios poderes para instruir el proceso del cura Grandier, representante de Satanás en el convento de Loudun. No había duda de que Richelieu no había olvidado la injuria. Llegaba el momento de su venganza.

El abate pierde la partida

Fue detenido el padre Grandier. Lo interrogaron, lo exorcisaron. Ningún resultado obtuvieron. Y entonces el acusado, seguro de su inocencia, propuso algo que sorprendió a sus acusadores: él mismo se encargaría de exorcizar a las monjas. Era la única manera de terminar con el feo asunto.

Se convocó a un acto público, pero no en el convento sino en la iglesia de Santa Cruz. La ceremonia trascurrió dentro del mayor orden y tranquilidad, hasta que apareció el abate Grandier. En ese mismo instante, las religiosas cayeron en otro de sus ataques de furor. Lanzando espumarajos de rabia se tiraron al suelo, levantando impúdicamente las faldas, profanando el sagrado lugar con sus palabras soeces. Y una vez que dieron tan espantosa exhibición, se abalanzaron sobre el desconcertado sacerdote y le rasguñaron el rostro.

Al que Richelieu consideraba su enemigo, el abate Grandier, tuvieron que llevárselo al calabozo. Había perdido la partida.

El cura fue condenado. Lo sometieron a los peores tormentos. Los frailes Lactancio y Tranquilo se encarnizaron en él. Le hundieron cuñas en su carne, a martillazos, mientras el infeliz gritaba de dolor. A continuación lo enviaron a la hoguera.

A última hora, el consejero Laubardemont autorizó al verdugo a estrangular al condenado antes de encender la leña donde ardería su cuerpo. Pero los frailes se apresuraron a darle fuego y por esta razón el padre Urbano Grandier, cuyo único pecado había sido tener modales encantadores, pronunciar sugestivos sermones y poseer un físico envidiable, pereció en la hoguera, ¡quemado vivo!

El diablo viaja a otro convento

En Loudun se encendió la chispa de un incendio que no tardaría en propagarse a otros conventos de Francia. En Chinón, las monjas cometieron mil excesos y dos sacerdotes fueron condenados por brujos. En Aviñón, la antigua ciudad papal, fueron arrestados varios convulsos. Y mientras tanto la locura amenazaba con extenderse; hacía presa de los frailes Tranquilo y Lactancio, los mismos que habían torturado al abate Grandier. En cuanto al médico y al verdugo que les ayudaron en el suplicio del inocente, también ellos se volvieron locos y murieron poco después, como si Satanás deseara vengar al hombre que ardió en la hoguera.

Donde las manifestaciones del satanismo tuvieron mayor dramatismo, aunque sin alcanzar las proporciones de Loudun, fue en la localidad normanda de Louviers, en cuyo convento de las Hijas de Santa Isabel pasaban las monjas las noches rezando. Hasta que de pronto comenzaron los desórdenes, sin que nadie pudiese explicar las causas. A no ser que las noticias llegadas desde Loudun convencieran a las monjas que era preciso aportar un poco de sal en sus aburridas existencias. Las religiosas se revolcaban por el suelo, blasfemaban, aullaban y daban brincos como las ursulinas de Loudun. Llegaban los frailes exorcistas a cumplir su misión y lo único que obtenían era exasperar aún más a las posesas.

Contaban las monjas que los sábados acudían a rendir homenaje al diablo y confesaban su horror hacia los sacramentos, lanzaban palabras espantosas que probaban la intervención del diablo. En cierta ocasión, la hermana María del Santo Sacramento informó sobre sus visiones: la pellizcaba el diablo en las partes carnosas, la mordía y torturaba. A veces el maligno adoptaba el aspecto de un santo confesor y le hacía firmar un pacto por el cual ella se entregaba al diablo. Otras veces, adoptaba Satanás la forma de una religiosa que le traía flores y luego la golpeaba y la mordía. También decía esta sor María que el confesor del convento era un brujo de verdad y que todas las monjas estaban locas por él. ¿Iba a correr esta nueva encarnacion del demonio la misma suerte que el infortunado abate Grandier?

El padre Desmartes, que no sentía gran simpatía por el confesor, consignó en una memoria cuáles eran las actividades que se realizaban en el convento: celebraban misas negras dirigidas por el padre Pedro David, quien hacía bailar a las monjas desnudas y les decía que el pecado debe combatirse por el pecado.

Nada le pasó a este padre David, porque murió de muerte natural. No mejoró la situación en el convento al desaparecer de la vista de las monjas. Llegaron entonces los frailes exorcistas y sólo consiguieron empeorar la situación.

Un día de febrero de 1643, una de las monjas, sor Magdalena, anunció a gritos que Satanás terminaría por triunfar. La encerraron. Confesó haber cedido a los deseos impuros del nuevoo confesor, el padre Picard, así como de haber robado hostias y de participar en su compañía en varias reuniones sabatinas, en el curso de las cuales mataron a unos recién nacidos para hacer hechizos con su sangre.

Murió también este padre Picard de muerte natural, o harto de soportar a sus pupilas, y llegó su sucesor el padre Boullé. Pero no cesó la locura en el convento. Finalmente, el 27 de abril de 1647, el Parlamento de Ruán —esa misma ciudad donde varios siglos antes quemarían a Juana de Arco por bruja a pesar de no serlo— juzgó al padre Boullé, acusado por las monjas de embrujarlas.

Fue exhumado el cuerpo del padre Picard y tanto el muerto como el vivo fueron echados al mismo tiempo a la hoguera.

La brujería se extinguió de pronto en Francia. Precisamente el mismo día que Luis XIV declaró que ya estaba harto de brujas y que se terminaban las persecuciones para siempre.


Tomado del libro «El Mundo de lo Insólito» (1977), por Tomás Doreste. Editorial Diana.

Nota: La película polaca Mother Joan of the Angels (Matka Joanna od Aniolow) está basada en este acontecimiento.