Testigo de un milagro

Iglesia de San Sulpucio

La Iglesia de San Sulpucio, de París.
Locación de la película “El Código Da Vinci”,
Fuente de inspiración de versos blasfemos.

Por: Roger de Lafforest

“Salga, salga, salga.
Creo, creo, creo.”

Sobre el poder de la palabra, puedo aportar un testimonio personal. Es una historia vivida que pido permiso para contar como conclusión de este capítulo.

Hace muchísimo tiempo, viajando por América del Sur, me detuve un día en un pueblecito perdido de Colombia.

El cura de aquel pueblo había hecho sus estudios en el gran seminario de Saint-Sulpice, en París. Al enterarse de que yo era francés, acudió, seguido por su sacristán, y, en honor mío, se puso a cantar La Marsellesa acompañándose con su guitarra. En seguida hicimos amistad. Se mostraba muy satisfecho de hablar en francés conmigo. Al evocar sus recuerdos de seminario, prestaba color y vida a los fantasmas parisienses de su juventud. Para él, Saint-Sulpice era la iglesia más bella del mundo. Por pura malicia, le opuse la opinión de Raoul Ponchon:

Je hais les tour de Saint-Sulpice.
Quand par hasard je le rencontre,
Je pisse
Contre.

(Odio las torres de San Sulpucio./Cuando por azar las encuentro,/Orino/contra ellas.)

Estos versos sacrílegos desencadenaron su hilaridad. Se sintió tan encantado con ellos, que rápidamente se puso a cantarlos improvisando con la guitarra una música de acompañamiento.

Cuando íbamos a separarnos, un lugareño se acercó a nosotros, saludó al cura y luego le tiró al sacristán de la manga murmurándole algunas palabras que no comprendí.

—Padre —dijo el sacristán—, Joselito viene a buscarme para que le quite los gusanos. Estaré de vuelta para El Angelus.

—Llévate contigo al señor francés —respondió el cura—. Le divertirá verte actuar.

Acepté el paseo, sin dudar de que iba a permitirme asistir al más simple y más asombroso milagro que nunca me haya sido dado ver.

Caminando detrás de Joselito, que nos conducía, yo charlaba con el sacristán.

—¿Hay alguien enfermo en casa de Joselito? —pregunté—. ¿Tienen necesidad de usted?

—¡Oh, no! Viene a buscarme para que haga caer los gusanos que se han metido en sus pescados secos. Por aquí no hay nadie más que yo que sepa hacerlo. Hay que servir a todo el mundo, por eso voy a casa de uno o a casa de otro siempre que me lo piden. El padre dice que eso es una obra de caridad.

—¿Quita usted los gusanos de los pescados? —pregunté asombrado.

—Sí. Soy el único que tiene el secreto.

Me explicó que en la región todo el mundo se alimentaba de «bocachicos», unos pececillos que se ponen a secar al sol y que constituyen una preciosa reserva de alimentos para varios meses. Por desgracia, si una mosca deposita en ellos sus huevos, los gusanos blancos pululan y los pescados se hacen incomibles. Para aquella pobre gente, esto es una catástrofe. El único recurso de que disponen es pedir la intervención del sacristán, quien, gracias a su «secreto», puede quitar los gusanos.

Yo pensaba que aquel buen hombre tendría una marcada habilidad manual para proceder a la operación o que conocía la receta de un desinfectante capaz de sanear los pescados tras una simple rociada. No me imaginaba que su poder consistiera en una fórmula de conjuro.

Cuando llegamos a casa de Joselito, vi efectivamente delante de su cabaña un centenar de «bocachicos» que se secaban al sol, ensartados por las agallas en un alambre tendido entre dos piquetes. Semejantes a una especie de repulsivo caviar blanco, racimos de larvas estaban adheridos a los pescados. El sacristán los examinó, meneó tristemente la cabeza y murmuró: «Desde luego, no hay más que el secreto para quitar esta porquería…» Retrocedió algunos pasos y se recogió un momento.
Luego, alzando la cabeza y mirando fijamente a los pescados, pronunció con voz vigorosa estas palabras: «Le conjuro animal inmundo. Salga, salga, salga. Creo, creo, creo.»

Al último «creo», los gusanos blancos se separaron por sí mismos de los pescados y cayeron al suelo de golpe, como metralla de plomo.

Lo vi. El milagro se realizó ante mis ojos. A la voz, al mandato de un sacristán analfabeto. Sin ninguna ilusión ni truco posible.

Me acerqué a los pescados y comprobé que habían vuelto a tornarse perfectamente sanos. Ni una sola larva se había quedado pegada.

Joselito dio gracias como si se hubiese tratado de un servicio trivial.

Estupefacto por lo que acababa de ver, en cuanto volví al pueblo me dirigí a la casa del cura.

—Su sacristán es un brujo —le dije—. Sin tocarlos, hace caer los gusanos de los pescados pronunciando una fórmula mágica.

El cura se echó a reir.

—No hay ni sombra de brujería en eso —afirmó—. Mi sacristán es el más ingenuo de los hombres y el más piadoso de los feligreses. Lo que él llama su secreto, lo ha aprendido de su padre, el cual lo hizo del suyo y así sucesivamente, remontándose hasta el paraíso terrestre. La fórmula no tiene nada de mágico. Es un simple conjuro seguido de un acto de fe; no extrae su eficacia más que de la pureza de la intención y de la fe de quien pronuncia el conjuro. Parézcase usted a mi sacristán y tendrá el mismo poder que él. En cualquier caso, tranquilícese, no hay nada diabólico en todo eso. Está escrito en el Evangelio que la fe puede mover montañas. ¿Qué hay de asombroso en que pueda hacer caer los gusanos de los «bocachicos»? Es menos difícil, ¿no? Hay algo más increíble aún y que sin embargo es cierto. Mi sacristán es capaz de realizar el mismo prodigio estando, lejos de los animales. Los campesinos, en varios kilómetros a la redonda, han tomado la costumbre de venir a buscarlo cuando sus vacas se han arañado en una cerca de alambres y los gusanos blancos han aparecido en la herida. Para curarlas, él solo pide que le indiquen la dirección del lugar en donde se encuentran y, con toda precisión, el sitio en que están heridas. Entonces no tiene más que pronunciar en voz alta su conjuro y su acto de fe, los mismo que ha oído usted hace un momento. Cuando los campesinos vuelven a sus casas, encuentran a sus vacas curadas. ¿Qué me dice usted de eso, señor francés?

Sólo diré lo que Hamlet le decía a su amigo Horacio: «Hay, en el cielo y en la tierra, más cosas de las que piensa tu filosofía.»

Tomado del libro “Suerte y Superstición” de Roger de Lafforest.
Editorial Martínez Roca. 1974.