Superstición en grandes hombres

Por: Roger de Lafforest

De Julio César a Kennedy

Todos los grandes hombres son supersticiosos. El escenario donde desempeñan su papel está tan elevado, que las grandes corrientes que arrastran los destinos humanos soplan allí con más violencia que al nivel del patio de butacas donde están sentados los espectadores. Se sienten más vulnerables a las interferencias de la suerte que el resto de los mortales. Saben lo importante que es domesticar esta fuerza irracional que puede arruinar o favorecer todas sus empresas.

Estos domadores circunspectos, incluso cuando parecen obrar por arrebato o inspiración, na se arriesgan a dar nunca el menor paso sin haberse cuidado muy bien de conciliarse a los «dioses sin rostro». Si miramos hacia atrás, vemos que todos se mostraron particularmente desconfiados hacia el mal de ojo. Cuando les sobrevino la caída, cuando la suerte les volvió la espalda, fue siempre después de que —por negligencia, por bravata o por fatalismo— hubieron despreciado las precauciones supersticiosas. Se trate de Julio César, de Enrique VI, de Napoleón, de Mussolini, de Hitler o de Kennedy, no ha habido nunca una excepción a esta regla.

Fulminado por el mal de ojo

En la vida corriente, se comprueba asimismo que la mayor parte de los grandes financieros, de los magnates de prensa, de los políticos, de los actores célebres, de todos los que tienen en un campo cualquiera un éxito excepcional, son supersticiosos. Muchos se defienden de ser un espíritu fuerte, pero que, por nada del mundo, se habría atrevido a cambiar de sitio un mueble en el modesto despacho en donde había empezado su fortuna. Al modificar aquella decoración, que sin embargo se había hecho indigna de su encumbramiento, habría temido hacer huir a la suerte, cuyo rayo lo había golpeado por primera vez en aquel lugar.

Me acuerdo de una frase suya que me parece reveladora de su mentalidad, como de la mentalidad mal conocida de muchos hombres de la misma categoría social y de la misma fortuna. Un día que se indignaba delante de mí a propósito de no sé ya qué información religiosa aparecida en su periódico, exclamó:

—Son habladurías, no quiero esas cosas. Yo, que no soy católico… —Se detuvo de pronto como si hubiese dicho una enormidad y corrigió vivamente—: En fin, quiero decir que yo, que no creo en Dios…

Para un supersticioso, no hay peligro alguno en negar la existencia de Dios; pero abandonar el abrigo de una religión, salir de la ciudadela bien defendida, renunciar con una apostasía escandalosa al maravilloso arsenal de defensa que ofrece el catolicismo contra las fuerzas desconocidas, es una imprudencia imperdonable. Un hombre que, al poco tiempo de nacer, ha tenido la suerte de recibir con el bautismo ese arma absoluta que es el signo de la cruz, ¿qué puede temer? Es la superstición esencial de la que ningún cristiano, aunque se haya convertido en agnóstico o en ateo militante, se desembarazará nunca.

Sin embargo, el hombre del que os hablo, por respetuoso que fuera con las leyes de la suerte, cometió un día, en un movimiento de cólera, la imprudencia de transgredirlas: despidió a uno de sus colaboradores más próximos que estaba ligado a su fortuna por vínculos indefinibles pero poderosos. Cuarenta y ocho horas más tarde moría repentinamente de una trombosis. El mal de ojo le había fulminado.

Tomado del libro «Suerte y Superstición» de Roger de Lafforest.