Homilía para el Primer Domingo de Cuaresma, 1 de marzo de 2009
Por @pamphilus
«En el mejor de los casos la nuestra es la época de los investigadores y descubridores, y en el peor caso una época que ha domesticado a la desesperación y ha aprendido a convivir alegremente con ella». Flannery O’Connor. Nuestra época post-moderna nos ha dado grandes claves para entender el funcionamiento del mundo, el universo, y lo más importante: la persona humana.
Además de estas claves de entendimiento, y de haber hecho surgir una sociedad de pensadores y cuestionadores, también se ha robado el asombro y la maravilla, y la ha reemplazado con la teoría científica y la exégesis, tanto así que el mundo, el universo y el ser humano se han convertido en rompecabezas para ser resueltos y controlados.
Esta reducción científica ha llegado a ver a la creación y especialmente a la persona humana como a una frontera más que conquistar y controlar. ¡Qué lejos de la intención de Dios! Con la reducción continua de la persona humana a una serie de intercambios químicos y funciones corporales hemos perdido el significado del acto de ser humano. Nos convertimos en buscadores de placer, sin contar el costo, tanto así que no vivimos en el momento, sino que vivimos para el siguiente momento de placer. Evitamos este momento presente, tanto si es placentero o doloroso, en la búsqueda del siguiente clímax. En esta evasión del aquí y ahora nosotros domesticamos la desesperación y nos contentamos con una existencia de búsqueda incesante del placer y su replicación en lugar de vivir en el asombro y maravilla de ser creados a imagen y semejanza de Dios. Nuestras vidas son a la vez felicidad y dolor. Necesitamos conocer las lágrimas amargas de dolor para poder saborear los placeres de la vida.
Nos damos cuenta de la realidad de esta necesidad de sufrimiento cuando el que era sin pecado sufrió y murió por nuestros pecados. San Pedro nos dice que en nuestro sufrimiento nos unimos a Cristo en la Cruz. San Pedro en la segunda lectura de hoy nos dice: «Cristo sufrió por los pecados una vez, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios». Jesús sufrió y murió para conducirnos a Dios. Cuando estábamos perdidos en nuestro pecado y perversidad, Dios vino para ser uno de nosotros. Es casi como si él se hiciera eco de las palabras de mi madre: «No me hagas bajar allí». Y, sin embargo eso es precisamente lo que hizo. Jesús vino aquí. Dios se hizo hombre para que el hombre pueda volver a ser como Dios. De hecho, Jesús en su encarnación perfeccionó a la humanidad para que seamos más humanos que antes de su aparición. Ahora tenemos de nuevo la posibilidad de la unión eterna con Dios perfeccionado.
¿Cómo podemos sufrir? San Agustín nos dice: «¿Quieres que tus Oraciones sean escuchadas por Dios? Entonces dale las alas del ayuno y la limosna». Este es nuestro sufrimiento de Cuaresma, la oración, el ayuno y la limosna. Seamos un pueblo de oración, elevando nuestras mentes a la contemplación de Dios. Seamos un pueblo de ayuno, haciéndonos conscientes de ser creación de Dios por medio de la experiencia voluntaria del hambre. Seamos un pueblo que da limosna, dando lo que necesitamos en vez de lo que nos hace falta. Somos un pueblo de esperanza de vida. Dejemos atrás nuestras vidas de muerte y desesperación y optemos por la vida y la verdad. La vida verdadera y la verdad que se nos ofrece sólo en Cristo Jesús.