Ateos, no hay ateos
Por Frederick Bailes
El ansia del hombre por la reunión
No existe nadie que sea ateo. Algunos se llaman a sí mismo ateos por alguna razón enteramente externa a su ser espiritual. Éste es ateo porque sus estudios científicos le han llevado a creer que el universo es un vasto mecanismo que funciona ciegamente al azar. El otro se llama ateo porque en la infancia oró para que su hermanito no se muriera, pero éste murió a pesar de la oración. Otro más dice que es ateo porque su filosofía política así se lo pide.
Estos hombres son ateos del intelecto. Ninguno es ateo del corazón o del espíritu; esto es imposible. Desde el nacimiento todos tenemos imbuido en nosotros mismos un apetito eterno por la reunión con nuestro Creador. Algunos lo reconocen en sus primeros años; otros más tarde, algunos nunca. Pero, no obstante, allí está.
Muchos de los apetitos que se atribuyen a la ambición insatisfecha son gritos del íntimo yo espiritual. Así como el cuerpo material grita pidiendo alimento material, el espíritu del hombre no puede estar nunca satisfecho sin el sustento espiritual de su Creador.
Rufus Jones dijo que el hombre tiene antenas invisibles espirituales que exploran siempre en lo invisible. Pero insiste en que el hombre no inicia esa búsqueda. Siempre se está efectuando una doble búsqueda de manera que el Espíritu pueda juntarse con el espíritu. El Infinito anda en busca de una salida expresiva por intermedio del hombre; el hombre recibe estas impresiones como los terrícolas podrían registrar señales de algún planeta distante, sin saber lo que son. Cuando las reconozca, podrá celebrarse la unión.
Como se ha mencionado antes, esta unión puede verificarse por muy diferentes caminos. Quien ame la naturaleza, arrobado por la sublime belleza de una puesta de sol, podría sentirse completamente vacío e inanimado en una iglesia, pero revive junto a una corriente agitada sobre la que forman arcos los árboles, y con el rico y limpio olor de la tierra en su olfato. Esto lo puede entender; pero no puede entender la teología. Éste es, pues, el punto desde donde debe empezar.
No debe esperarse que nadie viole sus propios procesos razonadores, para aceptar dogmas teológicos de los cuales huye su tipo de mentalidad. La unión con Dios es algo más grande que concurrir a la iglesia.
Otro ve poco que le haga entrar en comunión con la naturaleza. Su tipo de mente, filosófico o doctrinal, percibe fácilmente abstrusas fórmulas teológicas. Se encuentra muy a gusto en la iglesia; ésta le da la sensación de unión con Dios. Está donde le corresponde. Pero no debe agraviar al primero, cuyas percepciones espirituales no se despertarían en la iglesia.
Yo tenía un amigo, brillante ingeniero, cuya historia de realizaciones le había permitido acumular gran riqueza y altos honores. Durante algunos años, antes de su muerte, formaba parte de la junta directiva del muy científico California Institute of Technology. Paseando una tarde por su magnífica finca de Bel Air con este hombre alto y erecto que se acercaba a los ochenta, le pregunté acerca de la fe de un sabio.
Se detuvo, cortó una flor, un chícharo, y dijo:
– Un químico puede hacer esta fragancia sintéticamente. Aun puede explicar hasta cierto punto el proceso mediante el cual la naturaleza desarrolló la fragancia. Un trabajador en plástico puede hacer una flor tan bella como ésta. Pero la ciencia todavía no puede hacer un chícharo sabroso. Mi fe radica en el hecho de que esta flor tiene un Hacedor sin rival.
«Este es un concepto intelectual, pero en las largas noches silenciosas, cuando yo trabajaba como ingeniero minero en el desierto africano, reflexionaba en estas cosas, y penetraba en mí una indescriptible sensación de paz. Entonces se convertía en algo del corazón y no del intelecto. Parecía como que el Creador inclinaba la cabeza aprobando mi contemplación y que ambos, Él y yo y el universo formaban parte uno de otro.
«Ésta es mi fe. Yo soy miembro de la iglesia y hago mis donativos, pero si el sacerdote me dijese que debo rechazar esta fe y adoptar una consistente en dogmas y doctrinas, nunca volvería a entrar a la iglesia.
Después de todo, el objeto de todas las doctrinas es llevar a los hombres más cerca de Dios; ése es el propósito expreso de la iglesia. El hombre conducido a la unión íntima con Dios al contemplar una flor, o los cielos, parecería tener una unión tan válida como si la hubiera logrado por medio de la teología. A medida que la iglesia se dedique más a enseñar su mensaje teológico por medio de ejemplos y deducciones, tomados de la mano de Dios en este maravilloso universo, atraerá a muchos que ahora piensan equivocadamente que son ateos.
Tomado del libro Poder Oculto para Problemas Humanos de Frederick Bailes.